En el mundo somos ahora mismo unos 8.000 millones de personas, de las cuales, 6.800 millones son usuarias de dispositivos móviles, lo que supone que el 85% de la población mundial tiene al menos un dispositivo. Teniendo en cuenta que hay personas que tenemos más de uno de esos aparatos móviles nos podemos hacer una idea de la cantidad de basura electrónica que se puede llegar a generar.
Según GSMA, organización que engloba a determinados operadores móviles, existen más de 5.000 millones de equipos móviles en todo el mundo que no se usan. Si pudiésemos recolectar todos esos móviles podríamos recuperar 50.000 toneladas de cobre, 500 toneladas de plata y 100 toneladas de oro. De hecho, sería posible conseguir suficiente cobalto para la producción de diez millones de vehículos eléctricos.
Los españoles también somos responsables de la generación de esta basura electrónica y se calcula que al año dejamos de usar unos 20 millones de dispositivos móviles. En nuestro país cambiamos de móvil cada 18 meses y aunque sí es cierto que muchas veces el cambio viene motivado por la obsolescencia programada del dispositivo (no se puede actualizar su sistema operativo, no se encuentran repuestos para los mismos, no compensa el precio de una reparación respecto a adquirir uno nuevo, etc.), otras muchas viene motivado por lo que se llama la obsolescencia percibida.
La obsolescencia percibida.
Para tratar de combatir la obsolescencia programada organismos como la Unión Europea han tomado medidas como el Plan de Acción para la Economía Circular, donde uno de sus principales objetivos es que los productos fabricados duren más y sean fácilmente reutilizables a partir de su reparación o reciclado. Uno de los objetivos es que un dispositivo móvil se pueda usar como mínimo durante 7 años.
Pero el problema está también con la obsolescencia percibida, que responde más a un criterio subjetivo del consumidor que no a algo más tangible. La obsolescencia percibida la podríamos definir como la sensación que tiene el consumidor de que un determinado producto ha dejado de ser útil cuando sale un modelo similar que le sustituye, aunque el nuevo no sea necesariamente mejor, sino que solamente ha cambiado su apariencia. De esto saben mucho, por ejemplo, los fabricantes de coches, que para alargar la vida comercial de sus modelos les hacen lo que llaman un restyling o lavado de cara añadiendo algunas pequeñas mejoras cuando el vehículo lleva 4 o 5 años en el mercado.
Y los fabricantes de móviles y demás dispositivos electrónicos han tomado buena nota de esta forma de actuar y saben que, al margen de la obsolescencia programada, cuentan también con la obsolescencia percibida para aumentar sus ventas. Con una diferencia: hacen estos cambios o renovación de sus productos de una forma mucho más frecuente que los fabricantes de coches ¿No hemos tenido a veces la sensación de que el último modelo de smartphone del fabricante X es igual al que sacó hace 6 meses solo que le ha cambiado el color, le ha añadido una cámara más y le ha puesto un procesador un poco más rápido?
Tratar de combatir la obsolescencia percibida se antoja algo complejo, ya que obedece más a una decisión personal que toma el consumidor y a la libertad que tiene este de comprar lo que quiera en el momento que considere oportuno. Quizás, antes de comprar un dispositivo nuevo, deberíamos realizar un análisis de si el actual cubre nuestras necesidades de uso frente al nuevo que queremos adquirir, pero el sentimiento de poseer algo nuevo y original (y que mucha gente no tiene) es a veces más fuerte que la lógica y la practicidad.
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